Y he aquí la hambrienta y triste historia de un vagabundo y trovador cachorro que se ha lanzado, con su cámara al hombro a retratar un evento de ciclópea índole. Resulta que a este pobre perro se le ha ocurrido llevar un gato y para su infortunio, no llegaron a tiempo a la plancha del zócalo a ver como paseaban el blasón…
Pero dicen que si una puerta se cierra, una ventana queda abierta…
Perro y gato vagaron juntos alrededor de libros, compendios, manuales y epítomes, sorprendiéndose de encontrar a su paso seres y más seres de una raza por demás insólita y lóbrega…
Sucedió de pronto que unos tambores tronaron y luego unas gaitas y así, sin más el zócalo fue cambiando y sus estructuras coloniales desparecieron y las carpas en otro tiempo llenas de libros, se volvieron carpas repletas de gente y hubo una procesión donde los músicos transformaban todo a su paso… el escenario se volvió una enorme fogata y las ropas de los presentes cambiaron… todo era baile y cerveza, como en una taberna… era como ese perro trovador imaginaba la vida de un juglar…
La música terminó… siguieron los cantos de una sirena gótica que pedía al perro le abriera las puertas de su mente, pero no lo hizo, huyó de ese hermoso canto que lo seduciría e irremediablemente acabaría envolviéndolo en sus místicos encantos y cuando se diera cuenta estaría sumergido en sinuosas aguas pronto a ser devorado por seres informes…
20071031
20071020
SoÑaR
Al cerrar los ojos y dormir, todos sueñan. Al abrir los ojos y despertar, todos recuerdan esos sueños y los relatan con la misma exactitud q lo vivido. Todos interpretan esos sueños detallados, les dan un significado y buscan respuestas en ellos.
Mis sueños en cambio se reducen a gráficos emocionales o existenciales con tendencias a videojuego, tan real y colorido que la trama termina oculta o perdida en algún lugar entre brillante arena y castillos divinos.
Mis sueños se reducen a secuencias cinematográficas con una trama clara, parecida a un thriller, tan reales e incoloros con un film noir que me dejan incapaz de relatarlos con la fidelidad que se merecen.
Mis sueños se reducen a breves secuencias antes de despertar en las que la realidad de los sucesos soñados me despierta con heridas dolorosas y sangrantes en medio de la noche, heridas de las que siento el dolor punzante y la humedad siempre caliente de la sangre, pero que están en la nada, inexistentes en la realidad.
Pero esto es sólo en ocasiones, por que la mayor parte del tiempo cierro los ojos y los abro sin haber visto nada, o será que no lo recuerdo…
Mis sueños en cambio se reducen a gráficos emocionales o existenciales con tendencias a videojuego, tan real y colorido que la trama termina oculta o perdida en algún lugar entre brillante arena y castillos divinos.
Mis sueños se reducen a secuencias cinematográficas con una trama clara, parecida a un thriller, tan reales e incoloros con un film noir que me dejan incapaz de relatarlos con la fidelidad que se merecen.
Mis sueños se reducen a breves secuencias antes de despertar en las que la realidad de los sucesos soñados me despierta con heridas dolorosas y sangrantes en medio de la noche, heridas de las que siento el dolor punzante y la humedad siempre caliente de la sangre, pero que están en la nada, inexistentes en la realidad.
Pero esto es sólo en ocasiones, por que la mayor parte del tiempo cierro los ojos y los abro sin haber visto nada, o será que no lo recuerdo…
20071002
EnReDoS dE bOtIqUíN
Y era lo mismo todos los días, el mismo ajetreo, el mismo entrar y salir de cajas y botes; y siempre, siempre había una menos.
La primera en levantarse era la fluoxetina, muy orgullosa decía: “sin mí, el pobre ya se habría suicidado”. Su función era muy simple, debía mantener la serotonina para que las neuronas no se desconectaran. Su regreso siempre era rápido, por eso la sulfadiazina de plata se levantaba temprano también, para estar preparada.
La sulfadiazina era muy callada, casi todo el tiempo se la pasaba en un rincón suspirando y pensando. Muchos le preguntaban lo que veía afuera, pero ella sólo los miraba y se daba la vuelta. Era la única que veía las heridas que él se provocaba, pero no le gustaba hablar de eso. Además para ella era un momento casi sagrado porque él introducía uno o dos dedos dentro para tomar un poco de ella y luego la esparcía dulcemente sobre su piel herida.
Cuando la sulfadiazina regresaba, la puerta no se volvía a abrir. Era una larga hora para muchas, pero para la pequeña colonia de bencilpenicilinas era tiempo de reunión. Era una reunión de despedida, alguna, no sabían cuál, se iría para siempre. La tomarían del botiquín la prepararían y luego entraría en ese cuerpo que todas las demás anhelaban tanto. Y así, mientras los minutos pasaban y las bencilpenicilinas se despedían llegaba la hora, la puerta se abría y una se iba para nunca más volver.
La puerta no se abriría más hasta que él fuera por la pasta dental y el enjuague bucal. Mientras eso ocurría, las pequeñas grageas de butilhioscina se reunían alrededor del viejo frasco de difenhidramina, con su franja verde ya casi invisible. La difenhidramina contaba a las butilhioscinas historias de cuando ella iba al exterior y de todo lo que veía allá. A las pequeñas les gustaba mucho aquella historia de cuando a él se le olvidó regresarla al botiquín y adoraban que les describiera con detalle, como era él y qué hacía. La difenhidramina ya vivía de sus recuerdos, pero procuraba enseñarles algo a las medicinas recién llegadas. Era lo único que le quedaba por hacer, ya lo sentía en su jarabe, cada vez más espeso y oscuro… la fecha impresa en su etiqueta estaba por llegar y un día ella volvería a salir, pero jamás volvería.
La puerta se abría de nuevo y el enjuague bucal salía vociferando y luchando; tal vez por eso siempre lo dejaba caer tan bruscamente. Luego tomaba a la pasta con delicadeza y comenzaba a acariciar el tubo, acariciaba tan dulcemente, que siempre acababa excitado y tenía que expresar su satisfacción de alguna manera, así que dejaba salir esa pasta blanca que tenía dentro. Y luego, él introducía esa pasta en su boca, y ella hacía espuma feliz de estar ahí; pero al final, el simplemente la escupía fuera y la enjuagaba. Después tomaba al enjuague y de una manera algo violenta le robaba su preciado líquido con el que jugaba en la boca y saboreaba sin respeto alguno, pero el enjuague ya había encontrado una forma de vengarse, hacía que le ardieran las encías de tal manera que lo hacía gritar.
Y finalmente los dos volvían. La pasta hablaba fascinada de esa experiencia, del éxtasis que le provocaban esas manos. El enjuague se quejaba amargamente de la vejación y el maltrato, pero en silencio se vanagloriaba de su dulce y cruel venganza.
La primera en levantarse era la fluoxetina, muy orgullosa decía: “sin mí, el pobre ya se habría suicidado”. Su función era muy simple, debía mantener la serotonina para que las neuronas no se desconectaran. Su regreso siempre era rápido, por eso la sulfadiazina de plata se levantaba temprano también, para estar preparada.
La sulfadiazina era muy callada, casi todo el tiempo se la pasaba en un rincón suspirando y pensando. Muchos le preguntaban lo que veía afuera, pero ella sólo los miraba y se daba la vuelta. Era la única que veía las heridas que él se provocaba, pero no le gustaba hablar de eso. Además para ella era un momento casi sagrado porque él introducía uno o dos dedos dentro para tomar un poco de ella y luego la esparcía dulcemente sobre su piel herida.
Cuando la sulfadiazina regresaba, la puerta no se volvía a abrir. Era una larga hora para muchas, pero para la pequeña colonia de bencilpenicilinas era tiempo de reunión. Era una reunión de despedida, alguna, no sabían cuál, se iría para siempre. La tomarían del botiquín la prepararían y luego entraría en ese cuerpo que todas las demás anhelaban tanto. Y así, mientras los minutos pasaban y las bencilpenicilinas se despedían llegaba la hora, la puerta se abría y una se iba para nunca más volver.
La puerta no se abriría más hasta que él fuera por la pasta dental y el enjuague bucal. Mientras eso ocurría, las pequeñas grageas de butilhioscina se reunían alrededor del viejo frasco de difenhidramina, con su franja verde ya casi invisible. La difenhidramina contaba a las butilhioscinas historias de cuando ella iba al exterior y de todo lo que veía allá. A las pequeñas les gustaba mucho aquella historia de cuando a él se le olvidó regresarla al botiquín y adoraban que les describiera con detalle, como era él y qué hacía. La difenhidramina ya vivía de sus recuerdos, pero procuraba enseñarles algo a las medicinas recién llegadas. Era lo único que le quedaba por hacer, ya lo sentía en su jarabe, cada vez más espeso y oscuro… la fecha impresa en su etiqueta estaba por llegar y un día ella volvería a salir, pero jamás volvería.
La puerta se abría de nuevo y el enjuague bucal salía vociferando y luchando; tal vez por eso siempre lo dejaba caer tan bruscamente. Luego tomaba a la pasta con delicadeza y comenzaba a acariciar el tubo, acariciaba tan dulcemente, que siempre acababa excitado y tenía que expresar su satisfacción de alguna manera, así que dejaba salir esa pasta blanca que tenía dentro. Y luego, él introducía esa pasta en su boca, y ella hacía espuma feliz de estar ahí; pero al final, el simplemente la escupía fuera y la enjuagaba. Después tomaba al enjuague y de una manera algo violenta le robaba su preciado líquido con el que jugaba en la boca y saboreaba sin respeto alguno, pero el enjuague ya había encontrado una forma de vengarse, hacía que le ardieran las encías de tal manera que lo hacía gritar.
Y finalmente los dos volvían. La pasta hablaba fascinada de esa experiencia, del éxtasis que le provocaban esas manos. El enjuague se quejaba amargamente de la vejación y el maltrato, pero en silencio se vanagloriaba de su dulce y cruel venganza.
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