Y ese día había ido a vagar, tenía ese mal hábito de recorrer las calles sin fijarse mucho a donde ir, sólo dejaba que sus pies le guiaran.   Y ese día caminaba por un lugar que desde la infancia le atraía.   Era un poderoso imán y nunca había ofrecido resistencia; le llamaba y simplemente respondía a esa invocación.   Continuó su recorrido y mientras tanto pensaba.   Pensaba en muchas cosas y en nada a la vez.   Y así pensando y caminando llegó repentinamente a un lugar donde sabía que podría encontrar algo de compañía.
Caminaba sin buscarle, sólo esperando, sin esperar realmente, que por algún oscuro, o quizá no tanto, designio del destino, sus caminos se encontraran.   Pero no sucedió, y no se entristeció porque en el fondo de su ser sabía que no pasaría y no sería justo culpar al destino, pues decidió no detenerse a buscarle o esperarle.
Y no lo lamentó, aunque si se lamentaba un poco, pero seguía caminando y pensando.   Pensaba que no había nada mejor  que esa sensación de poder que le daba el caminar en silencio, en comunión con esa soledad que era tan suya y que pocos podrían…   sí, pocos podrían, pero ¿qué? ¿Sobrellevarla? ¿Comprenderla? Hacer algo con ella, esa era la respuesta.
Oh, si.   Su soledad era inmensa, inconmensurable, pero le gustaba; era una sensación enorme de poder.   Y pensando en ese poder para moverse a donde quisiera siguió su camino, siempre vagando y divagando.
Así llegó a su objetivo, al lugar a donde se dirigía en un principio, un oasis en medio de la urbe.   Iba a un concierto, a una isla de árboles y concreto.   Llegó al lugar donde todos los mundos eran posibles, donde todos los mundos cabían, donde todos parecían conocerse y donde todos le ignoraban.
Y justamente en ese mar de gente, donde estaba con su soledad a plenitud, no podía evitar sentir ese éxtasis que le daba ese retiro al escuchar la música y ver la luz de la luna.
 
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